Desde 1994, este espacio del Finantial Times ("Lunch with FT") nos presenta a una celebridad mientras la invitan a comer, y tratan de hacerle una buena entrevista. No conozco al entrevistador, John McDermott, y no parece simpatizar a priori con los argumentos de Chomsky, pero consigue sintetizar en muy poco espacio buena parte de la obra del escritor. Me gustó bastante la entrevista porque es como un resumen de muchas constantes en el discurso de Chomsky, a la par que una discreta concesión de alguna intimidad, y por eso me decidí a traducirla.
Si queréis usarla, podéis hacerlo, aunque agradecería la mención a mi traducción.
FINANTIAL TIMES, 15 de marzo,
2013
Hay una cápsula del tiempo situada
cerca de los ascensores del Stata Center
en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Contiene objetos del Edificio 20,
sede de avances fundamentales de la física durante la guerra, y donde, en 1955,
un joven de 27 años empezó a transformar la comprensión que la humanidad tenía
del lenguaje. La original y destartalada instalación no tiene mucho más. Pero
el lingüista todavía está aquí, paseando por el pasado con una chaqueta
acolchada de color mostaza.
“Profesor Chomsky,” le llamo. Con
sus 84 años me saluda y caminamos por el nuevo edificio diseñado por Frank
Gehry, muy espacioso y anguloso. Los estudiantes sonríen y saludan y le dejan
más espacio a Chomsky de lo que sus andares realmente necesitan. El MIT es en
parte un monumento a sus ideas, le sugiero. Sus teorías sobre gramática, que
defienden que el lenguaje es innato, han revolucionado la psicología moderna,
la informática y la ciencia cognitiva.
“Una cosa sobre este campo es que
no hay mucho que puedas hacer con él,” comenta impasiblemente, al pasar junto a
programadores faltos de sueño. (Otro ejemplo del humor de Chomsky: al cuidador
de su perro lo llama, “Gato”.) Salimos afuera en un feo día de Cambridge, hacia
el restaurante. Hace un tiempo estuvo a punto de irse a la Universidad de
Berkeley, admite, pero en California hace demasiado calor para él. “Me gusta el
clima frío. Hace que te pongas a terminar el trabajo.”
Le digo que sentí eso mismo cuando
estudiaba en Harvard. “Su facultad no me gusta mucho,” dice. No se puede decir
lo mismo del personal que trabaja en el sitio que Chomsky ha elegido para
almorzar. The Black Sheep le da la
bienvenida como el asiduo cliente que es. Un alegre camarero nos ofrece una
mesa en la esquina del acogedor y pequeño restaurante. Quizás el nombre del
restaurante sea oportuno, le digo. “No en el MIT [pero] no tengo mucho contacto
con el gran mundo académico.”
Sin embargo, la distancia de
Chomsky con la mayoría dominante no es por su trabajo académico. Referirse a él
como lingüista es un poco como llamar a Arnold Schwarzenegger un culturista.
Chomsky es probablemente el activista político más importante del mundo. Para
sus oponentes, es un excéntrico que ve el mal en todo lo que hace América. Para
sus seguidores, es un valiente que dice la verdad y un infatigable humanista;
un segundo Bertrand Russell.
Estoy a punto de preguntarle al
profesor por Hugo Chávez, que murió la noche anterior a nuestro almuerzo, pero
llega una camarera y nos pregunta qué queremos. Chomsky elige crema de almejas,
y una ensalada con pacanas, queso azul, manzanas y un montón de adjetivos. Yo
me pido una sopa de tomate y una ensalada de salmón. El profesor pide una taza
de café y como después hablaremos sobre el líder venezolano, yo también pido
una taza de café.
En 2006, Chávez recomendó el
libro de Chomsky “Hegemonía o supervivencia: la estrategia imperialista de
EEUU” a la Asamblea General de la ONU. “Es una historia ambivalente,” dice
Chomsky sobre el legado de Chávez. Señala la reducción de la pobreza y el
aumento de la alfabetización. “De otra parte hay muchos problemas,” tales como
la violencia y la corrupción policial; también menciona la hostilidad
occidental – en particular un intento de golpe de estado en 2002 apoyado por
EEUU. El comportamiento de América hacia Caracas es obviamente importante a la
hora de valorar a Chávez pero su pronta aparición es un indicador de una pauta cuando
se habla con Chomsky: habla un tiempo suficiente sobre política con el profesor
y la probabilidad de que la política exterior de EEUU o el Socialismo Nacional
sean mencionados se acercará.
Le comentó que no se ha referido
al historial de derechos humanos de Chávez. Algunos críticos de Chomsky le han
acusado de pasar de puntillas sobre los errores de autócratas siempre y cuando
sean enemigos de EEUU. Chomsky niega esto vehementemente: se manifestó en
contra de la consolidación de poder de la emisora estatal; protestó por el caso
de María Lourdes Afiuni, una jueza que pasó más de un año en prisión esperando
un juicio por liberar a un crítico del gobierno. “Y lo hago con un millón de
casos como ese.”
Aún así, Chomsky piensa que es
difícil dar en sus objetivos. Lo admite conforme van llegando nuestras sopas.
“Suponga que critico a Irán. ¿Qué impacto tendrá eso? El único impacto será
fortalecer a aquellos partidarios de implementar políticas que no comparto,
como los bombardeos.” Argumenta que cualquier crítica sobre, digamos, Chávez,
llegará invariablemente a los grandes medios, mientras que aquellas que hace a
los EEUU no se comunicarán. Este trato injusto es el sino del disidente, según
Chomsky. A los intelectuales les gusta verse a sí mismos como iconoclastas,
dice él. “Pero echa un vistazo a la historia y verás que es justo al contrario.
Los intelectuales respetados son aquellos que se amoldan y sirven a los
intereses del poder.”
En 1967 el New York Review of
Books publicó “La Responsabilidad de los Intelectuales”, un deslumbrante ensayo
de un Chomsky de 38 años de edad. En él denunciaba el servilismo al poder de
Washington de la élite intelectual. Todavía hoy centra su ira en los EEUU por
tener el mayor poder y él es un ciudadano americano. Eso tiene sentido, le
digo, ¿pero su posición dentro de otra comunidad, por ejemplo la izquierda
anti-guerra, no implicaría que él también tiene un deber de denunciar las
maldades de sus líderes?
“Quizás algo, un pequeño
porcentaje debería ir referido a esa comunidad. Pero ni de lejos alcanza [el porcentaje antes mencionado] la
responsabilidad del poder estatal [americano] y los medios de comunicación de
masas.”
Chomsky ha dicho que, de haber
sido juzgados bajo los principios establecidos en los Juicios de Núremberg,
todo presidente estadounidense posterior a la guerra habría sido encontrado
culpable de crímenes de guerra. Le pregunto por su opinión de Barack Obama.
¿Qué hay del presidente que se opuso a la Guerra de Irak? “Él ha puesto en
marcha una campaña global de asesinatos.” Aquí viene el viejo Chomsky, una idea
provocativa con un tono de hechos comprobados, retando al interlocutor a
responder. Yo pico el anzuelo, y le pido que se explique. “Suponga que algún
alemán, un oficial nazi hubiese llevado a cabo una campaña global de asesinatos
en occidente, eso se habría penado en Núremberg.”
***
Aunque ambos estamos todavía
sorbiendo la sopa, la camarera nos trae nuestros platos principales. Parece una
pista para que descansemos de los crímenes de guerra. Esforzándome por motivar
a la reflexión le pregunto si siente que ha vivido según los parámetros que
estableció en su ensayo del NYRB hace tantos años. “No realmente,” dice. “Hay
un montón de cosas más que debería haber hecho.” Dice que empezó resistiendo a
la implicación de occidente en Vietnam con una década de retraso y “eso solo es
un caso”. Le gustaría haber hecho más: en el este del Congo, Sri Lanka y sobre
el cambio climático, por ejemplo.
Casi todo, incluso las
reflexiones personales, parece, que vuelven a la política. Chomsky
evidentemente se ha tomado en serio la máxima de Marx sobre el papel del
filosofo (“los filósofos se han limitado a interpretar el mundo… de lo que se
trata, sin embargo, es de cambiarlo”). Pero ¿le hubiese gustado pasar más
tiempo haciendo pura investigación? Lo que vale realmente no es lo académico,
sino lo personal.” Se pasa seis o siete horas al día respondiendo emails, lo
que le deja poco tiempo para algún hobby.
“Lo único que he conseguido
mantener durante todo esto es sacar tiempo para estar con la familia.” Tiene
tres niños, cinco nietos, todos ellos ahora adultos, y un bisnieto que de vez
en cuando juega con los bomberos de juguete del restaurante. Carol Chomsky, su
esposa y colega lingüista, murió en 2008. “Desde entonces me he sumergido en el
trabajo.” Le pregunto si eso fue deliberado, una decisión escapista. Tras una
extraña pausa, dice: “Bueno, John Milton señaló que la mente es un extraño
lugar, así que ¿quién sabe?”
Cojo la indirecta y le pregunto
por la comida. “Siempre es buena aquí. No soy un gran gourmet pero este es el único sitio al que voy.” Al igual que el
MIT, es familiar y acogedor. Incluso me dan una bebida gratis cuando vengo por
la noche.” Su bebida favorita es el gin-tonic.
¿No es ése un coctel terriblemente colonial? “Bueno, colonial británico,” dice,
señalándose a sí mismo, “yo soy un buen americano.”
Justo entonces, una mujer que
estaba sentada en la mesa contigua se acerca, dice, “Muchísimas gracias”, y se
va. La reacción de Chomsky es tranquila; sus marcados rasgos no parpadean bajo
su impresionante mata de pelo blanco. “No sé quién es,” dice. Le digo que él es
una celebridad. “Es un lugar pequeño.”
La comida aquí es muy diferente
de las raciones que servía la madre de Chomsky, una inmigrante de Bielorrusia,
a Noam y a su padre nacido en Ucrania, en su casa de Filadelfia. Chomsky lo
recuerda con ternura, aunque “según los criterios de hoy en día, todos dirían
que era veneno: carne grasienta de Europa del este, y crema agria.”
Le pregunto sobre su educación --
¿Llegó la causa política antes que la imaginación académica? “Sí, desde la
niñez.” Antes de que fuera un adolescente escribía en el periódico del colegio
sobre la expansión del fascismo en Europa. “Daba bastante miedo. Mis padres
ponían los largos discursos radiofónicos de Hitler en Núremberg. Yo no entendía
una palabra.”
Le digo que su historia me
recuerda al comienzo de “La conjura contra América” de Philip Roth, en la que
se imagina las repercusiones que habría tenido para una familia judía el que
Charles Lindbergh hubiese ganado en las elecciones presidenciales de 1940.
“Estuvo bastante cerca de eso,” dice Chomsky. Esto me lleva a otra crítica que
se le hace a Chomsky, por parte de gente como el fallecido periodista y
británico de nacimiento Christopher Hitchens – que oponerse a la guerra de
Irak, que empezó casi exactamente hace 10 años, suponía contemporizar con un
fascista moderno, Saddam Hussein. “Por supuesto que no. Si piensas que Hitler
entraba dentro de la misma categoría entonces tendrías que condenar en primer
lugar a Reagan y Bush por haberlo apoyado fuertemente.”
***
El profesor se mete de lleno en
el terreno de la acusación. A los lectores de su libro “11/09/2001 ¿Existía
alguna alternativa?” les sonará el estilo de su argumento: comparar un suceso
perpetrado por un enemigo de los EEUU, como por ejemplo Al-Qaeda y el 11 de
septiembre, con otro en el que EEUU esté implicado, como el derrocamiento del
Presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973.
“Tan solo haga un simple
experimento sobre lo que nosotros llamamos 11 de septiembre… Imagínese que el
avión que se precipitó en Pensilvania hubiese conseguido alcanzar su objetivo,
que era probablemente la Casa Blanca. Y suponga que hubiesen matado al
presidente, dado un golpe militar, totalmente planeado para echar al gobierno,
que hubiesen asesinado a un par de miles de personas, torturado a unas decenas
de miles, y que hubiesen establecido un centro terrorista para ayudar a
instalarse a los gobiernos neo-nazis de la región, llevando a cabo asesinatos…
Hubiese sido mucho peor que el 11-S. Incuestionable. Y el hecho de que no
podamos verlo dice mucho de la sociedad occidental y su cultura.”
El campo de la comparación de
masacres me hace sentir bastante incomodo: el ejemplo del profesor implica que
hay una equivalencia moral, le digo, entre EEUU y Al-Qaeda, y minusvalora la
responsabilidad del general Pinochet durante los años de opresión que siguieron
al golpe de estado.
“Cuando comparo estos dos, no lo
hago en términos de responsabilidad, sino en términos de la naturaleza de la
atrocidad,” dice. “Otra cuestión aparte es el tema de la responsabilidad.
Ningún americano mandó a los aviones que mataron al presidente [chileno] pero
los EEUU hicieron lo que pudieron para llevar a cabo el golpe de estado.”
Ya se nos está acabando el tiempo
que teníamos para almorzar. Chomsky tiene un estudiante esperando, así que me
salto unas pocas preguntas que tenía preparadas y le hago una que me ha traído
de cabeza en mi esfuerzo por entender su obra. ¿Cuál, si es que hay alguna, es
la conexión entre su trabajo de investigación académica y su activismo? Es como
si hubiera un eslabón perdido, le digo.
“Tiene que ver con: ‘¿cuál es el núcleo
fundamental de la naturaleza humana?’” Los pensadores del principio de la
Ilustración escribieron sobre cómo sería el carácter creativo que separa a los
humanos del resto del mundo orgánico. Este carácter se manifiesta más
claramente en el lenguaje. Intelectuales posteriores extendieron esta idea a la
esfera social. “Así que, si hay cualquier cosa que restrinja la necesidad
natural de una persona para realizar un
trabajo creativo bajo su propia dirección, eso es ilegítimo.”
Conforme nos levantamos de la mesa le pregunto si siempre trabajará
creativamente. “Mientras que me mantenga de pie: hay mucho que hacer.”
¿Piensa sobre la muerte? “Lo
solía hacer cuando era un niño. Pensaba que era aterrador pero superé esa
etapa.”
Le explico a Chomsky que el
Finantial Times se encargará de la cuenta.
“Brenda Anderson pagó la factura,” dice la camarera. El nombre no me
resulta familiar y le sugiero a Chomsky que esto probablemente esté rompiendo
algún tiempo de regla. “Es un lugar maravilloso,” dice él, despreocupado como
cabe esperar por lo de romper alguna regla. Deja el restaurante antes de que yo
pueda encontrar a la señora Anderson, que al final resulta que era la directora
general. “Bueno, puedes volver y darles una buena propina. Son buena gente.”
Al volver al nuevo edificio del
MIT, Chomsky señala que ahora su oficina mira al edificio Koch, llamado así por
los millonarios hermanos y seguidores del Tea Party. “Son una fuerza letal,”
dice. ¿Y qué hay de la clase Lockheed Martin?, le pregunto, por la que pasamos
en el vestíbulo. “Hasta ahora me las apaño para esquivarla.” Explica que cuando
se unió al MIT era casi un 100% financiado por el Pentágono “pero nuestro
laboratorio era uno de los centro del movimiento de resistencia anti-guerra.”
Llegamos a la cápsula del tiempo.
¿Qué cree que un futuro historiador escribirá sobre él?, le pregunto. “Creo que
tendrá otras cosas más importantes sobre las que escribir,” dice Chomsky, antes
de recibir cálidamente al estudiante y disculparse por su tardanza.
Traducción: Pepe
Crespo
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