En estas fechas de campaña electoral, hay otra campaña en la ficción televisiva que me ha entretenido con mucho mayor éxito que ésta. Siempre me ha gustado Kevin Spacey, desde "Seven" hasta "K-pax" por solo mencionar dos de sus películas con personajes tan polémicos como atractivos. Por eso cuando me enteré de que sería el personaje principal de una nueva serie política (House of Cards) no podía esperar a verla. Las series políticas quizás no sean las más vistas, pero últimamente se están haciendo un hueco en la parrilla televisiva, y aunque todas presumen de llevar la ficción hasta límites políticamente incorrectos, lo cierto es que pocas consiguen ser irreverentes o incómodas con el sistema.
En ese sentido, House of Cards no defrauda en absoluto y se sigue con verdadera pasión. De una manera diferente a como seduce en la pantalla con personajes como el asesino de Seven, o el loco de K-pax, aquí prometía seducirme con una historia de intriga política en la que el matrimonio Underwood son los reptiles más pérfidos de un nido de serpientes. Tanto Frank Underwood (Kevin Spacey) como Claire Underwood (Robin Wright) son más bien dos políticos que pactan un matrimonio, y no tanto un matrimonio de dos políticos. Su amor y admiración mutua pivota en torno al poder, y a lo que hay que hacer para conseguirlo. Se apoyan y se quieren sin fisuras porque los dos comparten el mismo objetivo político y la misma filosofía para alcanzarlo.
Pero no me refiero solamente al clásico dilema de si el fin justifica los medios, sino al ego y la maldad, a la sed de poder, a la topología de la política más despersonalizada. Regocijarse en la maldad y la inmoralidad de un personaje no es nada nuevo. Las diferentes versiones del principe de Maquiavelo han emergido seduciendo al público, desde Macbeth y Moriarty en literatura, hasta Angela Chaning o Cersei Lannister en series de TV. Y estando de moda las series que analizan los juegos de poder, House of Cards achica a todas las demás con sus insidiosos paralelismos con la realidad. La magnífica Juego de Tronos queda como un exabrupto testosterónico, necesariamente adornada con espadas y atrezo que la amenizan. Mientras que las conspiraciones y arducias parlamentarias que se tejían en El Ala Oeste de la Casa Blanca son juegos de guardería en comparación con la lógica maquiavélica de House of Cards cuya virtud es la de iniciar un oscuro viaje por el santuario de la moral política occidental: La Casa Blanca. Con un plan así, ¿quién puede resistirse a Frank Underwood?
Sin duda la virtud de la serie, lo que la hace única no es solo su argumento, sino su estilo narrativo. Las imágenes en HD de un Washington monumental han debido ser la mejor publicidad turística de la ciudad desde Caballero sin Espada. Cuando Frank Underwood visita monumentos con frases dichas hace siglos, me descubre por qué los americanos saben vender su historia: no conozco monumentos con frases épicas que te hagan reflexionar o identificarme con tiempos lejanos de la historia española. Seguro que los habrá... pero no los veo en las series españolas.
La prueba de nuestro progreso no es si damos más abundancia a los que ya tienen mucho, sino más bien si damos lo suficiente a quienes tienen demasiado poco. |
A diferencia de otras series, cuando empieza cada capítulo, dejo correr los créditos porque la magistral música de Jeff Beal y las tomas de las calles y estatuas de la ciudad hablan por sí solas de toda la vida que se esconde detrás de esos edificios. El preciosismo y sinuoso ritmo de la serie, le dan un toque de realismo que engancha. Es precisamente la carencia de escenas sensibleras o discursos patrios lo que la hace brillar. No hay sobreactuación y sí mucha sobriedad en los modos, e incluso en los momentos clímax se parece más a una tragedia clásica que a una serie norteamericana. Son varios los momentos en los que el personaje se dirige directamente a la cámara para comentar sus pensamientos, o incluso para espetarle directamente justo al final de un capítulo: "¿Y ustedes que miran?" (en un claro guiño a la serie británica homónima de los 90 en la que se inspira esta, y que también usaba esos recursos de cámara).
Los finales de los capítulos son precisamente uno de los fuertes de la serie. Uno de los más sonados en esta última temporada fue cuando Frank Underwood tiene un amago de arrepentimiento por alguna inmoralidad que ha hecho y solicita la confesión de su párroco a altas horas de la noche. Tras una conversación en la que el sacerdote no parece complacer las necesidades del afligido señor Underwood, éste solicita quedarse a solo en la iglesia para reflexionar, momento que aprovecha para escupir a la cara del Cristo crucificado. Con esta ha sido la cuarta vez que me llevo las manos a la cabeza viendo un episodio de House of Cards. Hay que tener en cuenta que la serie es de EEUU, ese país donde por mucha libertad de expresión que exista, lo políticamente correcto reina a sus anchas. Por no hablar de la sociedad marcadamente religiosa que considera a los ateos todavía menos presidenciables que los homosexuales o los musulmanes.
Pero la escena continúa: tras escupir, inmediatamente trata de limpiar el escupitajo con un pañuelo y el Cristo se cae haciéndose añicos. Todo en esta escena está cargado de simbolismo. ¿Quiso tapar la huella de su crimen al tratar de limpiarlo o se arrepintió genuinamente? ¿Fue perdonado o sufrió la ira de Jesús? ¿Llegó a rozar la figura provocando su caída o fue una señal del más allá? ¿Fue un presagio de que tenía a dios en su contra o fue una constatación de que estaba destrozando los valores cristianos? ¿Se justifica la blasfemia por la narración o por el contrario debería censurarse el arte cuando traspasa ciertos límites?
Personalmente admiro cómo la libertad de expresión en EEUU siempre ha salido reforzada en todos los retos ante los tribunales de justicia. Quizás por eso, y también por mi activismo ateo que se regocija tensando los límites de la sobreprotección que la religión siempre demanda para sí misma, la escena me parece que se justifica y se complementa perfectamente con la narración. Pero aún así no me engaño. El personaje no parece ningún ateo; su conversación íntima con dios lo demuestra, más bien sería un apostata resentido que recibe una castigo metafórico tras su blasfemia. Los personajes no son piadosos, son deshonestos y hacen lo contrario de lo que prometen, quedando al margen de cualquier ética (cristiana o no). Y a mi juicio, el hecho de que el matrimonio Underwood sea demócrata y no republicano, es decir de la izquierda más falsa, añade un punto más de audacia al guión.
Pero en estos días en los que nos enfrentamos a unos terroristas islamistas surge una pregunta ineludible: ¿Se habría atrevido Frank Underwood a escupir sobre una figura de Mahoma? Ni siquiera se habrían atrevido a filmar una figura del profeta, pues ya sabemos lo que sucedió cuando pintaron caricaturas en Dinamarca. ¿Es por ello House of Cards una serie cobarde? De manera similar, algunos en nuestro país han echado en cara a la revista El Jueves que no se atreva a ridiculizar a Mahoma con tanta claridad como hacen con el dios cristiano. ¿Es cobarde la revista El jueves? ¿Es cobarde el que se calla cuando le apuntan con una pistola? ¿Dónde están los cojones de quienes animan a El Jueves a publicar las caricaturas de Mahoma? ¿Con qué legitimidad exigimos una heroicidad de repercusiones trágicas si no somos capaces de hacerlo nosotros mismos? O dicho de otro modo, como dijo Woody Harrelson en nombre de Larry Flynt cuando se estaba librando otra batalla sobre la libertad de expresión "¿Por qué debo yo ir a prisión por defender tú libertad?"
Si fueran de otra religión y solo denunciasen a la competencia les podríamos acusar de interesados, de hipócritas, pero sabiendo que se trata de una revista ácrata española, o en el caso de la serie de TV, de una producción norteamericana, y que ambos meten el dedo en la yaga de las creencias de sus propios países, no creo que se les pueda acusar de hipocresía. Hipócrita sería precisamente ridiculizar otra religión y correr un tupido velo sobre la de su país.
Es precisamente lo que sucede en ciertos sectores religiosos de Occidente, que ponen el grito en el cielo por la sinrazón islámica, pero silencian las discriminaciones deudoras del cristianismo que todavía sufren algunas minorías. Por no hablar de la envidia que sienten por el miedo que los terroristas saben infundir. Huele a envidia malsana. Algunos dicen que los medios solo se atreven con quienes saben que no responderán, con los débiles (cristianos), dejando a los fuertes (islamistas) lejos de sus críticas. Esto solo revela un incontenible y a veces indisimulado deseo de iniciar su propia cruzada, para ganarse el respeto (el miedo) que les otorgamos a los salvajes. Es como si algunos cristianos sintiesen envidia de la fortaleza de las convicciones islamistas y sus acciones violentas, como si despreciasen en su fuero interno el régimen de libertades que permite criticar la irracionalidad de su fe, como si les costase retener su pulsión totalizadora al ver como otros la desatan con brío asesino.
Es igual. Nada satisface a los que creen que la religión debe gozar de una especial protección ante la libertad de expresión. Los mismos que acusan a El Jueves de ser cobardes, son los mismos que acusan a Charlie Hebdo de ser islamófobos cuando se atrevieron a criticar al islam. La defensa de la sobreprotección religiosa bebe de diferentes fuentes, ya sea el Papa Francisco con su famosa bofetada si ofendes a su madre, ya sea un izquierdista ateo incapaz de levantar la voz contra el Corán (no vaya a ser que los suyos piensen que defiende la Biblia o que no empatiza con los inmigrantes musulmanes). Incapaces de deshacer el laberinto en el que su corrección política les ha metido, optan por una falsa equidistancia: "Yo no creo en dios, pero tampoco me meto con él, hay que respetar a todo el mundo". Al final terminan con la misma conclusión que los fanáticos religiosos: la religión merece una sobreprotección especial que ningún otro tipo de pensamiento merece. Todas las ideologías pueden criticarse, todas pueden denunciarse por sus responsabilidades criminales, todas son sujetos de mofa, tanto sus fundadores como sus textos fundacionales...todas excepto una: la religión. La religión merece un respeto especial.
Con esta lógica olvidan que lo que ellos denominan respeto, para otros puede ser servidumbre. Lo que para la Iglesia era sacrilegio para los Monty Pyton era humor. Lo que para los terroristas era una declaración de guerra para los dibujantes de Jyllands-Posten o de Charlie Hebdo era una sátira necesaria para romper tabúes. Lo que para muchos creyentes es destruir las más íntimas creencias, para Richard Dawkins es divulgación científica. Lo que para los ayatolás era una afrenta merecedora de la pena de muerte para Salman Rushdie era una novela. Lo que para un tribunal saudí es un insulto al islam para Raif Badawi era hacer uso de su libertad de expresión. Lo que para la extrema derecha ultracatólica es una blasfemia que merece una bomba, para Leo Bassi es una obra llena de humor, política y activismo.
House of Cards, independientemente de su calidad como producto televisivo, se ha sumado a la lista anterior en la que la libertad de expresión se las ha tenido que ver con la sobreprotección religiosa que muchos reclaman para sus creencias: afortunadamente los tribunales lo tienen claro, tanto en EEUU como en España, incluso con tipos penales en desuso como la blasfemia (escarnio).
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