26.5.09

WIM MERTENS EN MURCIA

19/10/1998
Primero salen los cuatro vientos. Después sale él. El auditorio se llena de aplausos prematuramente agradecidos. Los que no estamos cerca agudizamos la vista para indagar en el rostro del compositor algún gesto que nos anticipe su intención de comportarse como un profesional, de reproducir en esa inmensa sala en directo y para todos a la vez, las mismas sensaciones que nos proporciona la escucha de sus discos. A veces los músicos pierden en directo, y nosotros esperamos que éste no sea el caso. Pronto se da la vuelta y se sienta al piano. Comienza el concierto.
 
La música de Wim Mertens te disecciona el alma. Te tienes que dejar acurrucar en su regazo, te sientes como si fueras la chica de King Kong, aprisionado en una gigantesca mano que te da calor y te acaricia. A medida que te confías empiezas a sentirte morbosamente incómodo por la injerencia que para tu intimidad significa ser penetrado por la creciente melodía minimalista. No tardas en percatarte de que te ha vuelto a engañar. Se ha servido de su belleza y calidez para auscultar lo más íntimo, y hasta lo más tenebroso, de lo que uno guarda bajo la piel. La mano se ha ganado sigilosamente tu confianza para una vez dentro estrujar lenta y angustiosamente tus sentimientos.
 
Las lágrimas recorren mis mejillas y el notarlo no hace más que aumentar esta justificada sensiblería. Llego a pensar en una suerte de rastro atávico. Como si en otra vida hubiese tenido una personalidad similar a la de su música y ahora, al tocarme las cuerdas de mi interior que se hayan en frecuencia armónica con aquella, me vibrara todo el fuego interior que empezó a crecer desde que era niño, o desde que los cromosomas de mis genes se empezaron a formar en la noche los tiempos. No encuentro otra explicación para la afluencia de sentimientos que la música de Wim Mertens produce en mi persona, para la facilidad de emersión de historias pasadas y futuras cual corcho en un océano de pentagramas.
 
El fracaso y la victoria, así como el pasado y el futuro tienen en la música de Mertens un destino imposible a la par que ineludible: ambos están condenados a reconciliarse respectivamente. El concierto se convierte en banda sonora de innumerables imágenes de fracasos, no necesariamente reales, que te han ido formando a lo largo de la vida. La sensación sobre la butaca es la de verte a ti mismo observando esos fracasos. Me recuerdo recordando. Tras alguna interrupción dirijo mi estado de ánimo sobre el porvenir, regodeándome en un futuro maldito por el fracaso, castrado de victoria, estéril. Pero igualmente la victoria, tanto la real como la ficticia, está presente en mi archivo emocional. Cuando la recuerdo siento nostalgia, una alegría sincera que me impulsa nuevamente a mirar hacia delante, allá donde me esperan nuevas empresas; y vivo el futuro. Tras el alborozo viene la reflexión, ésta que hago. Y me permite comprobar que el directo del compositor belga es para mí un instrumento que me sirve para elevarme y verme como un elemento en un continuo, como un actor en una película, para minimizar cada estruendoso detalle, ya sea éste positivo o negativo, y valorar el conjunto. Alguna vez he oído hablar en estos términos a algún budista, ¿será algo así lo que ellos sienten? No en vano muchos encuentran una ligazón religiosa en las obras de Mertens.
 
Con el comienzo de la segunda parte se abre una caja de sorpresas. Los que conocemos su directo (ésta ya es mi sexta oportunidad de verlo tocar) sabemos que tiene una obsesión por no repetir antiguas obras, salvo alguna que otra concesión en los bises. Siempre nos conquista con obras que en muchas ocasiones ni siquiera han salido al mercado, pero la forma de componer, su estilo inconfundible hace que interpretemos la música con las claves personales que ya conocemos. Su música la hacemos nuestra, pasa a formar parte de nosotros, nos saca del corazón los sentimientos arrinconados por la cascada de obligaciones de rápida ejecución con la que nos gusta cargarnos la espalda. Desempolva las cuerdas mágicas que están en nuestro interior y toca melodías que pareciera hubiésemos compuesto nosotros mismos en un pasado muy lejano. Al conseguir traerlas al consciente las reconocemos como nuestras ipso facto. Ni siquiera Wim Mertens es ya su autor, la música y toda su idiosincrasia cualquiera que ella sea, pasa a ser nuestra, personal e intransferible, se añade a nuestra experiencia sensible y se convierte en parte del baúl de los recuerdos al que echaremos mano para interpretar el futuro. Se adhiere, modifica y se constituye en nuestro carácter. La presentación del ultimo disco se convierte así en un ritual de entrega, de desposeimiento. 
 
Desde esa primera audición nos sentimos marcados. Es impresionante el éxito de sus conciertos con composiciones que su público no conoce. Efectivamente hay magia. Pero con esta segunda parte las cosas han sido diferentes, nos ha engañado, pues sin previo aviso al hacerse el silencio en la sala las notas de "Maximizing the Audience", su composición más emblemática, dan la señal de alarma en nuestros pabellones auditivos. Se producen murmullos y crujido de asientos. Los más avispados aplauden espontáneamente. Yo, permanezco impertérrito sin saber que está ocurriendo sobre el escenario. Mi amigo Fernando se lleva las uñas a la boca y yo agarro el asiento por los apoyabrazos y comienzo a mover las piernas entre rítmica y convulsivamente. Sólo al final del concierto, ya en el coche, me daré cuenta de la tensión muscular a la que el paroxismo me había estado sometiendo. Tras Maximizing se irán sucediendo todos los éxitos que nosotros conocemos. No recuerdo el orden, tan solo una quemazón en el respirar y unos continuos escalofríos. Cuando toca "Wound to Wound" (de herida en herida) y Dirk Descheemaeker se ahoga, me sorprendo imitando su ahogo al soplar con frenético ritmo el clarinete. Entre canción y canción al público no le queda más opción que gritar y aplaudir a modo de válvula de escape. Pero al final se aplaude no sólo porque lo pide el cuerpo sino para agradecer. Para agradecer a la persona de Wim Mertens la osadía de componer de esa manera y ofrecérnoslo. Para agradecer el concierto magistral y esa increíble segunda parte. Él puede ser que nunca sea consciente de lo que su música puede provocar, pero con nuestros aplausos esperamos que por lo menos consigamos que se haga una idea. Pocas veces me he sentido tan afortunado de estar en el momento preciso y en el lugar adecuado. 
 
En realidad nos da igual si se ha portado como un profesional. Ha hecho mucho más que eso. Nos ha llegado al alma, nos ha satisfecho. Fuimos unos ilusos al ponerlo en duda. Ahora se irá. Seguirá con su vida, que es tan importante como la nuestra. Pero la diferencia es que nosotros nos llevamos en el cuerpo una experiencia inolvidable.
 
Tardamos en hacerle salir para el bis, supongo que le gusta hacerse de rogar. Cada vez que volvía a salir por la esquina del escenario los aplausos ensordecedores se sustituían por gritos y gemidos de sorpresa. Lo sacamos cuatro veces a pesar de que parecía que el concierto se había acabado ya, incluso con las luces encendidas tuvo que salir. Nos intentaba engañar siempre. Quizás la música de Mertens en sí misma es una mentira. Quiero decir que es simplemente buena música que te llega a lo más hondo, pero todo lo que te sugiere es tan subjetivo y personal que no se puede hacer extensible a otras personas. Te sitúa en un estado de ánimo que produce una embriaguez alucinógena, y todos estos análisis de uno mismo son simplemente una verdad artificialmente construida para explicar algo inexplicable; no sólo la música sino un carácter, una actitud ante la vida. Pero yo me siento orgulloso de esa mentira porque es una mentira muy digna. Además no es una mentira en la que yo viva, sino una mentira con la que consciente y gustosamente vivo, y casi de la que vivo.

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